martes, 17 de julio de 2012

«Es muy difícil avanzar si el pasado se olvida o la realidad se tergiversa»


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Ainara LERTXUNDI | DONOSTIA

Carlos Rozanski, presidente del Tribunal Federal Número 1 de la Plata, Argentina, fue el primer juez en incluir en una sentencia el concepto de genocidio al referirse a los delitos cometidos durante la dictadura argentina. En su dilatada carrera figuran procesos emblemáticos, como los juicios al policía Miguel Etchecolatz y al sacerdote Christian Von Wernich, condenados a cadena perpetua. Actualmente, juzga los crímenes del llamado «circuito Camps», que engloba a varios centros de detención.

Por el Tribunal Federal Número 1 de la Plata que preside, Carlos Rozanski ha visto pasar a represores como el sacerdote Christian Von Wernich y el policía Miguel Etchecolatz, a quienes condenó a cadena perpetua. Fue el primer juez en definir como genocidio los delitos cometidos durante la dictadura cívico-militar y en plantear la necesidad de una «economía procesal» para evitar que supervivientes y testigos tengan que pasar por la traumática experiencia de testificar durante años en diferentes estamentos. Rozanski está, en estos momentos, inmerso en el juicio por el «circuito Camps», una red de centros de detención clandestinos que operó en la Plata. Además de ser uno de los magistrados más activos en este tipo de procesos, su figura también está ligada a la lucha contra el abuso infantil, llegando a denunciar a un compañero de profesión por interrogar de «forma cruel» a una menor víctima de violación. A iniciativa suya, se modificó el Código Procesal Penal en cuanto a la declaración de los niños en estos casos.

En la entrevista concedida a GARA, Rozanski analiza los desafíos de juzgar la dictadura y el camino sin retorno que han tomado en este sentido el Estado y la sociedad argentina.

El presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Ricardo Lorenzetti, afirma que Argentina se ubica en un estatus distinto en cuanto a cómo ha procesado la dictadura y sus consecuencias. ¿En qué sentido?

Argentina ha roto con una práctica universal de olvido e impunidad. Las razones para que la impunidad haya sido la regla a lo largo de la historia son muchas. Pero, fundamentalmente se debe a que el poder que han ejercido los genocidas sobre los cuerpos y mentes de sus víctimas ha sido siempre de tal magnitud que la impunidad apareció como un resultado inexorable. Los asesinos de turno han hecho desaparecer documentación y, muy especialmente, han ejercido tal mecánica de terror sobre sus víctimas, que tanto los sobrevivientes como sus familiares, allegados y la sociedad en general, continuaron sintiendo en su piel, durante décadas, la irradiación de ese terror. En Argentina, en un complejo proceso de más de treinta años, la sociedad, pese a padecer esa irradiación, ha tomado conciencia de que es muy difícil avanzar si el pasado se olvida o la realidad se tergiversa.

Remarca también que la ley en sí misma no tiene validez si no expresa la voluntad de una mayoría sustantiva. ¿Hasta qué punto los juicios de lesa humanidad son fruto de la presión y movilización de la sociedad?

Es lógico que una ley cuyo contenido no se mantenga identificado en la cultura media imperante en una sociedad esté condenada al fracaso. Esa es tal vez la explicación de la demora de décadas en el proceso que señalaba. Rigieron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que impedían los juicios actuales. No había un consenso suficiente para revertir esa situación de impunidad, ni verdadera conciencia del daño que la impunidad ejerce sobre la memoria colectiva. Cuando la conciencia se adquirió y el consenso se logró, la anulación fue natural y comenzó el actual proceso, que hubiera sido imposible sin la movilización y presión de los organismos de derechos humanos, acompañados por una parte importante de la sociedad.

¿Qué desafíos plantea juzgar los crímenes de la dictadura tres décadas después?

Son muchos y muy complicados. En primer término, la justicia tradicional no está preparada para esta clase de juicios. Los abogados hemos sido formados para juzgar hechos cometidos más recientemente. Y convocar testigos y víctimas en su mayoría de muchos años de edad resulta igualmente un desafío. Eso no solo por el dolor de tener que revivir lo sucedido, sino por la dificultad de brindar la contención adecuada que esas personas requieren y merecen. En igual sentido, es complejo el juzgamiento de personas que en su mayoría también son ancianos, muchos con problemas de salud. Todo ello obliga a los operadores del sistema, comenzando por los jueces, a flexibilizar los conceptos, usualmente rígidos y dogmáticos, en los que fueron formados. Cuando me refiero a flexibilizar los conceptos, en ningún modo hago referencia a modificar la rigidez con que se debe analizar y juzgar crímenes de esa envergadura, solo digo que hay que adaptar los procedimientos. Por ejemplo, piénsese que la ley argentina señala que los testigos de un juicio penal deberán permanecer en una sala contigua, «incomunicados entre sí»… No puede pensarse seriamente que a parejas con décadas de convivencia, o compañeros de militancia o simplemente a quienes compartieron cautiverios y torturas, se les pueda prohibir hablar entre sí. Máxime cuando en muchos casos han fundado organismos que reclamaron estos juicios durante muchos años e indudablemente han hablado de lo que les pasó. Eso no invalida ni desmerece la veracidad de sus testimonios. Fuimos entrenados para juzgar delitos comunes y cercanos y no para hechos brutales y masivos sucedidos tantas décadas antes. Adaptarnos a las nuevas exigencias es el desafío y hacerlo con sentido común nuestra obligación.

¿Puede haber un retorno a tiempos pasados?

No de ninguna manera. A mi entender, cuando una sociedad ha alcanzado un grado de madurez y de conciencia en el que se posibilitan procesos judiciales como el actual, se vive una secuencia irreversible. Son espacios de conciencia y deseo de justicia, que pertenecen a la sociedad toda y no a un gobierno en particular. Un gobierno lo que puede hacer es facilitar esos espacios, crear las condiciones, pero una vez logrado, el proceso es del pueblo en su conjunto.

Aunque los juicios avanzan y, con ellos, las condenas, ¿cómo es posible que todavía haya 400 nietos desaparecidos?

Una cosa no garantiza la otra. La parte vacía del vaso son los cientos de nietos cuyo paradero e identidad siguen sin saberse. La parte llena es que más de cien han recuperado su familia biológica, su historia y en suma la posibilidad de desarrollar su potencial basados en la verdad.

Sostiene que el terrorismo de Estado genera «un daño social extremadamente importante» y que la única manera de sanearlo es elaborar la tragedia. ¿Cómo?

El terrorismo de Estado instaló un sistema de exterminio físico y mental que irradió muchos de los efectos hasta nuestros días. Elaborar tanta tragedia es muy difícil, pero la verdad, la justicia, la reparación y la memoria son inequívocamente los caminos que permiten hacerlo. Cada juicio en el que, respetando cabalmente el derecho de los procesados y contando con la prueba adecuada, condene a quien resulte responsable, muestra la verdad, es reparación en sí misma y da uno de los elementos más importante para la construcción de la memoria colectiva. De ahí a una sociedad solidaria y humanista, hay un paso.

El tribunal que preside propuso investigar la complicidad de los jueces. ¿Qué tipo de resistencias sigue habiendo dentro de la judicatura a actuar contra compañeros de profesión?

Las resistencias provienen de los sectores más reaccionarios, como sucede en todas las sociedades. En el caso de la justicia, no se puede olvidar el rol que tiene ese poder en el Estado y ninguno de nosotros está ajeno a lo que sucede a nuestro alrededor en cada época y lugar. Si de un juicio surge la posibilidad de algún tipo de participación de cualquier grado -por acción u omisión- de un miembro de la justicia es un delito grave no denunciarlo. Si eso genera resistencias, antipatías e incluso odios, es en última instancia la constante de los intolerantes. Lo ideal es que en el recambio generacional, esos intolerantes se vayan y sean reemplazados por jueces con una vocación realmente democrática.

La condena contra Etchecolatz se vio empañada por la desaparición de Jorge Julio López, testigo clave. ¿Puso este hecho en peligro los juicios?

Sobre el efecto de la desaparición de Jorge Julio López es mucho lo que se puede decir. Se trató de una tragedia impensable en el momento en que se produjo. Tuvo a mi entender dos efectos, uno el personal y familiar ya que la tragedia vivida por él, y su familia es imposible de dimensionar, solo ellos lo pueden hacer. Pero también significó una tragedia social. Recordó a cada uno de nosotros la magnitud de la violencia desatada por el terrorismo de Estado tanto en nuestro país como en la región y nos impuso el compromiso de decidir. De decidir si queríamos continuar viviendo en una sociedad signada por el miedo, la delación, la violencia y la desconfianza, o de otra manera: En una sociedad con verdad, memoria y justicia. Es por eso que poco tiempo después de la tragedia de López, en el único reportaje de prensa que acepté, afirmé que el proceso iniciado era irreversible y que ninguna amenaza o acto violento lo impediría. El tiempo me dio la razón y hoy en todo el país se están realizando los juicios por delitos de lesa humanidad. Los organismos defensores de derechos humanos, con Madres y Abuelas de Plaza de Mayo a la cabeza, encarnaron la esencia de ese proceso y marcaron un hito en la historia de nuestra región, ampliando cada día ese espacio como para que la defensa de los derechos humanos trascienda los juicios y siga comprometiendo al Estado a respetar los derechos de los ciudadanos.

¿Qué tipo de medidas se han adoptado desde entonces?

Numerosas. La desaparición de López marcó un antes y un después. En lo personal, en el Tribunal que presido, mediante el desarrollo de mecanismos de convocatoria y asistencia y contención de testigos nunca antes necesitados. Desde el Estado, con la creación de diversos programas de protección y contención que entiendo resultan ejemplares de un Estado que en su momento secuestró, torturó y asesinó y hoy encara -obviamente con otros representantes-, la tarea no solo de proteger a los testigos y víctimas, sino además de garantizar la continuidad de un proceso que, como dije, no pertenece a un gobierno sino a la sociedad toda.

¿Marcó este fallo un antes y un después al incluirse por primera vez el concepto de genocidio?

Sí. Históricamente se ha manejado un criterio a mi entender bastante hegemónico en cuanto al fenómeno. En especial el dejar fuera de la Convención a los grupos políticos o perseguidos por cuestiones ideológicas. Esto no era así en la resolución de Naciones Unidas tras finalizar la Segunda Guerra Mundial ni en el proyecto de Convención. En ambos casos, se incluían a los grupos políticos. Lo que pasó es que hubo mucha presión, en especial de Stalin, para que se sacara ese concepto y así sucedió.

Pasadas esas décadas y producidas las violaciones masivas a los derechos humanos en Latinoamérica, llegamos al primer juicio en 25 años, que es el aludido a Miguel Etchecolatz.

Sabía que cada palabra que se redactara en esa sentencia tendría mucho peso para el futuro. Comprendí entonces que un genocidio no se mide en cifras de víctimas sino en planes de exterminio masivo (incluidas razones ideológicas o políticas). Afortunadamente, el criterio fue unánime con los colegas de tribunal.

¿Qué supone para una sociedad que 40 años después del fin de una dictadura siga habiendo fosas sin exhumar y que el robo de niños siga siendo un aspecto casi desconocido, como ocurre en el Estado español?

Desde un punto de vista general, vale lo dicho acerca de las consecuencias de que el tiempo pase sin verdad ni justicia y memoria. La falta de esos conocimientos tan imprescindibles supone para cualquier sociedad heridas que no cierran. La prueba es, precisamente, las dificultades que tienen quienes plantean que se investiguen y sancionen los casos. Por supuesto no significa que la sociedad no pueda seguir adelante y mejorar política, social y culturalmente. Lo que sucede es que ese eventual avance, a mi entender, siempre es más lento, dificultoso y tumultuoso cuando se ha resignado a no hacer justicia sobre una parte importante del pasado. Es obvio que cuanto más tiempo pase, más difícil será hacer justicia, incluso por motivos biológicos, aunque hubiera voluntad de hacerlo. Pero, la mera decisión política de que el pueblo conozca la verdad sobre su pasado y no sólo la «historia oficial», que siempre es sesgada e interesada -con o sin juicios-, implica sinceridad, humildad y buena voluntad de aquel gobernante que la tome. Y finalmente, lo que es más importante, respeto por sus gobernados.

En América Latina se están dando pasos para investigar los oscuros años del Plan Cóndor y de las dictaduras. ¿Qué importancia tienen en la actualidad las comisiones de la verdad?

Su creación es, sin duda, importante pero en general no alcanza para profundizar los verdaderos procesos contra la impunidad que necesariamente incluyen verdad, justicia, reparación y memoria. De todos modos, el balance es siempre positivo. En nuestro país, por estar realizándose en todo el territorio los juicios por delitos de lesa humanidad mediante los propios tribunales nacionales. Eso a su vez actúa como multiplicador de la posibilidad de investigar y sancionar a los responsables de las masacres, cuando existe decisión política de hacerlo. En segundo lugar, resalta el valor y mérito de la lucha de los organismos de derechos humanos que con su presión constante, precipitan muchas veces esas decisiones políticas. Y, finalmente, la voluntad de la propia comunidad en su conjunto de querer saber la verdad sobre su pasado para que las futuras generaciones no repitan los horrores de sus mayores.

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