¿Se puede “atacar a la policía”?
Si le pudiera creer, diría que don Euclides ha sido testigo presencial de la
marcha minera a Madrid y que, encima, ha tenido que correr delante de los
antidisturbios, detalle que seguramente ha herido en lo más hondo su orgullo
sesentayochista. Por ello, no sólo le perdono la adjunta diatriba sino que te la envío para que la juzgues.
¿Se puede “atacar a la policía”?
Euclides PERDOMO“La ‘marcha negra’ minera termina con ocho detenidos y 76 heridos leves. Los manifestantes atacaron a la policía que protegía el Ministerio de Industria” (El País, 12.julio.2012)
Un grito de dignidad y un hecho emocionante –la entrada y la marcha
de los mineros en Madrid-, han sido reducidos por la chusma mediática a
una algarada callejera de pájaros disparando a la escopeta.
Era de prever porque esa morralla está contratada para negar toda
razón y toda esperanza. Los mineros no debían demostrar mediante el
simple argumento de su andadura que una pandilla neofascista había
engañado a toda una nación de eruditos y listillos saturados de
historia. Asimismo, habiéndose ganado a pulso su imagen de sacrificados,
los mineros no debían convertirse, bajo ningún concepto, en
los-corderos-de-dios. El neofascismo mediático necesitaba inculcarnos
que no puede haber fósforo cerebral para nuestros cerebritos ni
redentores para nuestros pecados.
Pero había un problema: la redención no es concebida popularmente
como un hecho finito sino como un proceso duradero en el tiempo. Por lo
tanto, el principal objetivo de la canalla era finiquitar la protesta.
La consigna que debía transmitir era “el espectáculo ha terminado y ha
terminado mal”. De esta manera, gracias a una nimiedad -el lanzamiento
de un manojo de plátanos a un pelotón de briosos antidisturbios-, se
daba por muerta la marcha minera y, de paso, se insinuaba que la
dignidad es siempre sinónima de derrota y desesperanza. “¿Dignidad?, ¡el
último refugio de los pringaos!”, comentarán risueños en sus cavernas.
España sufre un gobierno neofascista adornado por una monarquía
bananera. España sigue siendo un Estado donde es imposible exagerar la
crueldad de los franquistas y de sus herederos. Es un país
desproporcionado donde millones de víctimas son ignoradas –e incluso
perseguidas- y sustituidas por una docena de herederos de los “caídos
por Dios y por la Patria”. Los españoles desheredados están comatosos
porque –entre otros muchos motivos- se padece una gravísima carencia de
proporcionalidad. A falta de cogitaciones más sesudas, alarmados por el
escandaloso ataque al sentido de la proporción -uno de los factores más
necesarios para formar el sentido común- que se oculta en la narrativa
mediática, hoy examinaremos la supuesta nimiedad de los plátanos.
Dibujemos el campo de batalla: en una trinchera, unos cuantos jóvenes
absolutamente inermes, sin entrenamiento físico ni táctico, analfabetos
en artes marciales, sin protección jurídica, sin dinero y sin futuro.
Del otro lado, unos batallones de funcionarios armados hasta los
dientes; unos escuadrones entrenados para mutilar, lisiar y fracturar;
unas falanges de robocops blindados de pies a cabeza; unas
legiones de mercenarios con impunidad absoluta; unas catervas de sádicos
premiados por demostrar su sadismo; unas tropas especializadas en
torturar al inocente; un enjambre de avispas con los colmillos
retorcidos… Digámoslo en bruto y en neto, una jauría pagada para matar.
La batalla no puede ser más desproporcionada. Aun así, la canalla
mediática denuncia que los plátanos son un arma prohibida por la
Convención de Ginebra lo cual, evidentísimamente, justifica el valeroso
contraataque de los policías antidisturbios. Todo ello nos recuerda una
de las historietas más conocidas de la mitología popular europea:
Si hemos de creer a los turiferarios de turno, en la II Guerra
Mundial, la caballería polaca se enfrentó valerosamente a los
formidables panzers alemanes. Concederemos que es posible que
alguna unidad polaca cayera en una emboscada, bien por accidente o
fatuidad o, lo que es más probable, bien por la irresponsable crueldad
de sus generales, tan aficionados ellos a hacer cortesías con la vida
ajena. Sea como fuere, el caprichoso suicidio de unos pocos jinetes
polacos, exagerado por el infame patriotismo, ha pasado a la Historia
como ejemplo del orgullo nacional que inflamaba a lo que sólo era una
pandilla de aristócratas. Una casta que -dicen sin pudor alguno-, no
dudó en abandonar su club y su convoy de caballerizos para batirse en
duelo con sus pares teutones. Por lo demás, el resultado era de prever
puesto que los aristócratas germanos habían delegado en sus aduladores
de la clase media su comparecencia en el campo de honor -una delegación
tecno-lógica para desangrar a una ralea cuya modernidad se reducía a
haber sustituido los mozos de cuadra por los mecánicos-.
Pues bien, los caballeros polacos son ahora un vibrante ejemplo del
redentorismo europeo mientras que los atletas del plátano madrileño
aparecen como los únicos culpables de que no haya redención para los
españoles. Agentes provocadores aparte –siempre los habrá-, ¿puede un
puñado de jóvenes desarmados atacar a un batallón de panzers policiales?
Y, en último extremo, si lo han hecho, ¿por qué no perdonarles el
suicidio como justa compensación a su valor? No dispersemos ni
malgastemos nuestras energías morales pudiendo utilizarlas en la condena
de los mercenarios. Y recordemos que una batalla proporcionada sólo
existirá cuando los manifestantes circulen en tanquetas y disparen con
misiles de uranio empobrecido.
Una segunda –y última- desproporción, aún más nimia y concreta: dice
la bazofia mediática que también la policía tuvo sus heridos. No lo
creemos. Utilizar la misma palabra, heridos, para manifestantes
y para antidisturbios sólo podemos entenderlo como licencia literaria,
tipo eufemismo para los jóvenes y tipo hipérbole para los maderos. A los
manifestantes, a todos ellos, les han atacado con el objetivo oficial y
expreso de ponerles en peligro de muerte -¿quién se atrevería a
sostener que jamás de los jamases ha habido manifestantes asesinados?- .
Por su parte, una ínfima minoría de los maderos ha sufrido una mota en
el uniforme o, como mucho, les ha brotado un uñero.
Además, ¿sabemos las medallas y recompensas monetarias que cada
policía recibe por las “heridas sufridas en el cumplimiento del deber”?
Pese a todas las leyes de transparencia que se promulguen, jamás lo
sabremos aunque estamos seguros de que son sustanciosas. ¿Quién nos
asegura que el uñero no lo llevaban puesto antes de la batalla? ¿Nos
hemos vuelto tan imbéciles como para creer lo que diga la gentuza
mediática o, peor aún, lo que certifique esa calumniadora compulsiva que
es la policía?
En español de España y por su incomparable desmesura, “atacar a la
policía” se ha convertido en una expresión ininteligible. No es
gramaticalmente tolerable por lo que, quienes la usan, atentan contra la
‘proporción áurea’ de la convivencia ciudadana: que pueda haber
comparación entre las partes en conflicto. Y, lamentablemente, perder el
sentido de la proporción no sólo es síntoma de desequilibrio mental
sino que, además, es pecado mortal en lo estético. Lo dicta la Biblia:
malhaya quienes ven la paja en los manifestantes y no ven la viga en la
jauría de robocops. Malhaya porque no recobrarán su salud
mental y su sentido artístico. Al menos, hasta que recuerden que “a la
medida del santo son las peanas”.
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