Texto: Débora Campos (Buenos Aires)
Fotografías: Romina Franceschin (Buenos Aires)
Se despidió de su padre a los nueve años, desde el barco que lo llevó a Buenos Aires. Lo hizo de nuevo a los diecisiete, cuando le avisaron por carta de que había sido asesinado por falangistas en Portomarín, en Lugo, por su actuación como alcalde de Castro de Rei en favor de los desposeídos. Y aún se despidió otra vez de él en 2005 cuando consiguió exhumar su cuerpo de la fosa común en la que había sido sepultado. La historia de este gallego residente en la Argentina dio inicio al histórico proceso judicial que está investigando los crímenes del franquismo entre 1936 y 1977 y sobre el que ya se pronunció hasta la Organización de las Naciones Unidas.
La
taza tiene un tamaño singular. No se corresponde con las de su talla,
las del café, que son pequeñas. Pero tampoco casa con las grandes, las
del té. “Entonces, los juegos se hacían por encargo y mi padre había
comprado las doce piezas tradicionales con su platito; además de una
grande en la que él bebía a su gusto y otra muy pequeñita para mí, que
era el hijo menor”, recuerda Darío Rivas, 93 años, en la serenidad de
una velada en el extrarradio de la ciudad de Buenos Aires, a la que
llegó de Lugo en 1930. Aunque aquí el tiempo se paró hace bastantes
horas, las referencias dicen que sólo en esta semana este gallego que
ahora guarda la taza en una vitrina con dedos rápidos participó en
cuatro actos y pasó dos veces por los tribunales porteños acompañando a
nuevos declarantes en la querella que presentó en 2010 para investigar
los crímenes del franquismo.
El proceso judicial iniciado el 14 de abril de 2010 en la capital
argentina —coincidendo con el 79 aniversario del inicio de la II
República en España— lleva la firma de colectivos de defensa de los
derechos humanos, de la Asociación para la Recuperación de la Memoria
Histórica de España y de las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo. Sin
embargo, el caso insignia, el que permitió que la Justicia abriese
puertas siempre difíciles, siempre bien cerradas, fue precisamente el
caso que impulsó Darío Rivas. “Pasé décadas juntando todos los
documentos. Todo lo denunciado está probado por escrito y con sellos y
firmas”, dice mientras golpea la mesa con el dedo índice para acompañar
sus últimas sílabas.
La querella no se anda con rodeos: denuncia al Estado español como
responsable de los delitos cometidos entre el 17 de julio de 1936 y el
15 de junio de 1977, fecha de las primeras elecciones tras la muerte del
dictador Francisco Franco. Se entiende que se trata del genocidio de
parte de la población y de crímenes de lesa humanidad y que, como tales y
pese a la Ley de Amnistía de 1977, no prescriben bajo el criterio de la
justicia universal.
Pero hay más todavía. Con el patrocinio del abogado Carlos Slepoy, el
requerimiento de Rivas junto a Inés García Holgado, también familiar de
un represaliado, y a Silvia Carretero, torturada en Extremadura y
Madrid, pide a la jueza federal argentina María Romilda Servini de
Cubría que busque la información necesaria para hacer un listado de los
ministros de aquel período, de los responsables militares y policiales y
de los dirigentes de la Falange, así como también de las víctimas: los
represaliados, desaparecidos, torturados y asesinados, sin olvidar el
detalle de las fosas comunes sembradas por toda la península y las
referencias sobre los niños y niñas robados con la ayuda, en no
pocos casos, de la Iglesia católica. Por último, también quieren el
nombre “de las empresas beneficiadas con el trabajo forzado y esclavo de
los presos republicanos”.
De esta manera y en los últimos tres años, la Justicia argentina
pidió precisiones a los jueces españoles. Las respuestas, cuando
llegaban, siempre anteponían la Ley de Amnistía de 1977, una trampa, ya
que este tipo de normas no pueden saltarse el derecho internacional.
Así las cosas, el 18 de septiembre Servini de Cubría pidió la
extradición de cuatro represores españoles —dos de ellos ya fallecidos—,
que tuvieron que entregar su pasaporte. El pedido de extradición
seguirá su camino, aunque la Fiscalía de la Audiencia Nacional no
permitió que fuesen detenidos, como exigía la Justicia argentina. La
medida fue considerada “no necesaria ni urgente”, ya que se trata de
“hechos muy antiguos”.
Resolución de trascendencia histórica
Sin embargo, la medida fue celebrada por los abogados de los
querellantes y por los colectivos de defensa de los derechos humanos.
Carlos Slepoy, quien tramitó la primera querella sobre el caso de Darío
Rivas, recibió la noticia emocionado. “Se trata de una resolución de una
trascendencia histórica”, dijo a los periodistas argentinos. Por su
parte, Máximo Castex, integrante del equipo legal de las víctimas,
precisó que tienen materiales para pedir otras muchas resoluciones de
este estilo contra otros represores y recordó que esta causa iniciada en
el Juzgado Federal en el Correccional y Criminal nº1 de la ciudad de
Buenos Aires “es la única en el mundo”.
Por eso, el abogado Castex subrayó: “Si el Gobierno de Mariano Rajoy
no colabora, seguiremos produciendo más resoluciones de este tenor y
España va a quedar como un Estado que asila y ampara a este tipo de
gentes”.
Y algo de eso ya está pasando. Mientras en la Argentina varios
integrantes de la Coordinadora Estatal en Apoyo a la Querella Argentina
contra los Crímenes del Franquismo (Ceaqua) viajaron a principios de
diciembre al país austral para presentar nuevas denuncias ante la jueza
Servini de Cubría; mientras estos declarantes y familiares de
represaliados fueron recibidos en el Parlamento argentino por la
comisión de Derechos y Garantías del Senado; mientras la prensa de todo
el mundo sigue con interés las novedades de este caso; el Comité de
Desapariciones Forzadas de la ONU instó al Estado español a adoptar las
“medidas necesarias” para que se pueda investigar el destino de las
víctimas de la dictadura franquista.
Por si la bofetada no fuese suficientemente dura para un Estado que
hace de la desmemoria y de la negación su única política para con las
víctimas, la histórica resolución de la ONU advirtió, además, de que “la
prescripción de este delito solamente se produce en el momento en que
la persona aparece con vida, si se encuentran sus restos o si se
restituye su identidad”. Pocas palabras para tumbar, una a una, las
excusas que viene ofreciendo la Justicia española.
Quedaba la Ley de Amnistía. Pues también hubo algo que decir. El
experto del Comité de Desapariciones Forzadas Álvaro Garcé García y
Santos analizó la norma y aseguró que se trata de una legislación
“pacificadora” pero que “treinta años después no puede constituir un
obstáculo para la justicia, ya que la justicia está necesariamente
vinculada a la verdad, y la verdad es hija del tiempo”.
El tiempo que ya no corre en esta casa bonaerense en la que Darío
Rivas saca ahora de la vitrina una pequeña bandeja conmemorativa del
homenaje que le hizo su padre en 1994, casi una década antes de poder
sepultarlo. Y cuenta. Porque en el origen de la querella que ya hizo
historia hay un padre y un hijo. Y también un gabán y una placa.
“Recuerdo bien mi casa, era enorme, como un pazo. Por la
izquierda tenía el establo para los animales y también un horno de
piedra. Y por la derecha, un jardín. Más allá, estaba el sitio en el que
se cortaban los robles para hacer las traviesas del tren”, regresa
Rivas, ahora mismo un crío en un mundo de adultos.
Fue el más pequeño de nueve hermanos y, aunque no lo dice del todo,
puede que fuese también el más mimado por el padre, que en pocos años se
quedó viudo y con el chaval de cinco años por criar, además de los
otros ocho hijos.
“Allá creo que no fui mucho a la escuela, no”, dice, y echa una
risotada cuando se acuerda de que las dos o tres veces que pisó el aula
fue movido por la curiosidad. “Yo iba a echarle un ojo a una foto que
tenían de un hombre muy bien vestido. Creo que era el rey y yo me moría
por ser, de mayor, alguien que llevase aquellas ropas”.
En las historias de la infancia en la aldea lucense donde llegó al
mundo, siempre hay una referencia para su padre. Un padre cariñoso. Un
padre preocupado por la formación de sus hijos. Un padre que divisaba un
futuro negro para los suyos. Un padre que administraba lo propio, lo
ajeno y también lo de todos. Un padre generoso.
El primer exhumado e identificado en Galicia
Mucho ha hablado Darío Rivas sobre su padre, Severino Rivas Barja,
alcalde de Castro de Rei, fusilado en una cuneta a pocos meses del
alzamiento, el 29 de octubre de 1936. Tanto ha contado sobre este
gallego que 68 años después de su asesinato se transformó en el primer
exhumado e identificado en Galicia, que ahora se enfrenta al problema de
tener que ajustar las historias publicadas, repetidas y alabadas a su
recuerdo.
“Dicen que mi padre era socialista. Pero no. No me acuerdo de que
participase en mítines ni en cosas de la política”, quiere corregir el
hijo, que escapa de los intereses partidarios como de la peste. La
confusión tal vez podría deberse al hecho de que el señor Severino era
un hombre bueno y generoso. Todavía se repiten las historias en Castro
de Rei sobre cómo recuperaba las tierras sin dueño—o con un dueño que no
las atendía— y se las asignaba a los desposeídos para que pudiesen
trabajar en ellas las semillas que él mismo les conseguía.
No se lo contaron. Darío lo vivió: “En mi casa, la matanza se hacía
para los nuestros y para el resto. Mi padre nos mandaba a los más
pequeños llevar paquetes de carne a las personas más pobres de la aldea.
¡Y cuidadito con aceptarles ni una peseta!”, nos advertía.
El señor Severino no es que fuese rico, pero había tenido la
inteligencia necesaria para sacar provecho de las oportunidades.
Trabajaba sus tierras, arrendaba otras que también explotaba y
administraba las de los señores de la zona. Cuando tuvo la oportunidad,
también se hizo con unos robles que luego cortaba para hacer traviesas
para el tren, que vendía convenientemente.
“Todavía me sorprende que fuese quien de conseguir tanto, siendo como
era hijo de soltera”, reconoce su vástago, que también se pregunta
ahora si su padre sabía siquiera leer y escribir. “Algo sabría, claro.
Pero yo recuerdo perfectamente que, en casa, le mandaba a alguien que
leyese el periódico. Yo pienso que sabía lo mínimo”, apunta.
Con o sin formación, el señor Severino Rivas era, claro está, un
lúcido intérprete de la realidad europea y española de los años 20 y 30.
Presagiaba un futuro difícil para su prole. Un futuro que, desde luego,
era hijo del pasado reciente: ya había mandado a un hijo a la guerra y
no estaba dispuesto a mandar a otros. Poco había para ellos en la aldea:
décadas de reverencias ante la tierra para ser tanto o más pobres aún.
No, sus hijos tendrían mejor destino en la emigración.
“A
los nueve años, mi padre decidió que me fuese. Me mandó a Buenos Aires,
donde ya vivía una de mis hermanas y adonde, con los años, vendrían
otros cinco más. Todavía recuerdo la lancha que nos llevó en A Coruña
hasta el barco que aguardaba en el mismo centro del mar. La gente, que
subía por una escalerita de nada, se mareaba muchísimo con el movimiento
de aquella mole, pero como yo era un niño no me enteraba de nada”.
Darío sonríe desde su mirada de niño espabilado frente a aquellos
adultos tristes y asustados.
Cuenta que casi no pisó el camarote. El padre le había metido algo de
dinero en el bolsillo y el resto se lo entregó a un paisano que
trabajaba en el transatlántico para que le echase un ojo al niño durante
la travesía. No sabe si el hombre cumplió, porque pasó las noches
durmiendo bajo las estrellas y los días comiendo chocolate y cuanto
dulce habían comprado aquellos dineros.
Pero los días de libertad duraron poco y, cuando se dio cuenta, ya
estaba en Villa Ballester, en la periferia noroeste de Buenos Aires,
alistándose a una experiencia nueva: ir a la escuela todos los días.
“La primera semana de clase, un chaval me llamó gayego con
desprecio y se llevó unos cuantos golpes. Yo no sabía que se podía pegar
en la escuela, pero otro niño me alentó y pienso que el burlón no se
volvió a meter conmigo”, dice, y las fotos que saca de una carpeta aún
lo retratan alto y fuerte en la coda de la infancia.
Al mes ya no hablaba gallego y, como tantos y tantos, fue un alumno
esmerado que recuerda y presume de una lección de Historia de México que
le valió, dice, un 10 para el resto del año por parte de la señorita de
sexto grado. “Siempre me gustó mucho aprender y descubrir”, apunta. Y
la vida le da la razón.
Darío Rivas hizo los dos primeros años de escuela a un tiempo y luego
avanzó como el resto hasta terminar los estudios básicos. Como tantos
niños por entonces, también ayudaba en la tienda de su tío sastre:
“Ordenaba las cosas o barría el lugar moviendo la escoba por un lado y
luego por el otro para que se gastase sin desniveles”, recuerda.
Mientras el niño crecía en Villa Ballester y aterrizaba en el mundo
del trabajo sin escalas, el prestigio y el respeto de su padre también
crecía entre los vecinos de Castro de Rei. “Después de la escuela fui a
trabajar de encargado en la panadería que uno de mis hermanos tenía en
Chascomús [a 123 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires]”, adelanta.
Aún era un niño, pero trabajaba como los adultos. Tanto es así que un
hombre que lo conocía le ofreció un negocio: ser socios en un negocio
de apicultura. El hombre ponía el dinero y Darío, el trabajo.
—¿Y usted que entendía de abejas?
—Nada, ¡qué iba a saber! Pero compré unos libros, los leí y lo
descubrí todo. El resto me lo enseñó aquel hombre y allí estábamos, con
decenas de colmenas produciendo.
De las colmenas pasó, de regreso a Buenos Aires, a una confitería que
compró con su hermana a medias en la avenida Córdoba con Uruguay, en el
centro de la ciudad; y como el día tenía muchas horas, también hacía
vendas para una empresa inglesa; y administraba una pequeña empresa de
construcción que había fundado con dos primos profesionales: “Ellos
tenían estudios, pero el encargado era el gallego”, dice. Cuando el día
terminaba, Darío se iba a beber café con los republicanos que se daban
ánimos unos a otros en los bares de la avenida de Mayo. “Leíamos el
periódico Crítica porque decía que la República iba ganando la guerra. Pero no era verdad”, reconoce.
Pocos años antes, el prestigio que se había labrado su padre entre
los vecinos de la aldea lo llevaron a convertirse en alcalde de Castro
de Rei. “Una de las primeras medidas fue traer a un maestro y montar en
nuestra casa una escuela para los niños”, repite el hijo. Tal audacia,
entre otras, no pasó inadvertida y fueron a buscarlo semanas después del
alzamiento de julio de 1936. Severino Rivas fue apresado en el Hotel
España de Lugo y, aunque tuvieron que liberarlo, la segunda vez no
dejaron sitio para las dudas: fue asesinado el 29 de octubre de 1936 de
cinco tiros junto a la capilla de Cortapezas, en Portomarín, junto a un
republicano.
“Los dejaron en las cunetas muchas horas, al cuidado de un chico de
17 años, para que la gente escarmentara y luego mandaron a mis hermanos
para enterrarlo en una fosa común”, desvela el hijo. Los falangistas
acusaron al exalcalde de “traición a la patria”, porque el mal, además,
siempre sabe ser muy bruto.
El miedo sembrado pronto dio frutos amargos. Darío Rivas se enteró de
la muerte del padre por carta. Tenía 17 años. También supo que había
muchas más palabras calladas que dichas en esa historia. “Y decidí que
yo, a España, no volvía nunca más en la vida”, dice.
Pero volvió. Casi sin quererlo. En 1952, su esposa, Clotilde, le
pidió visitar a una tía que también había dejado en Galicia. Y fueron.
“Al llegar sentí curiosidad y fui allá, a la aldea”, recuerda. Cuenta
que hizo preguntas que nadie le respondía o sobre las que le daban
razones dudosas, confusas. Pero Darío no es un hombre que se contente
con evasivas.
En lo que todos coincidían en aquel año de 1952 era en el
reconocimiento a don Severino. “Los vecinos querían hacerle homenajes e
incluso que una calle del pueblo llevase su nombre. Pero para que eso
fuese posible había que documentarse”, y Darío se documentó. Mucho más
de lo que imaginaban los funcionarios franquistas que le pedían pruebas
de la valía de su padre.
Orden de fusilamiento “por comunista”
Con la ayuda de unos y de otros, a lo largo de varias décadas, el
hijo fue consiguiendo todos los papeles necesarios para probar el
asesinato de su padre. Incluso tiene el archivo de su detención en la
cárcel de Lugo y la orden de fusilamiento “por comunista” firmada por
los mandos militares de la región. Sólo quedaba por descubrir dónde
estaba el cuerpo, porque él no se tragaba la mentira de que lo habían
sepultado en un cementerio que quedó bajo las aguas del embalse de
Portomarín.
“Mucho pregunté, pero mis hermanos se habían llevado el secreto a la
tumba y nadie me daba la razón”, dice y anuncia el momento que todavía
lo emociona del relato. Lo contó docenas de veces y lo vuelve a contar
ahora, en este anochecer bonaerense en el que hace un calor impúdico.
“En 2004 participé en un homenaje a mi padre. Fue un acto muy especial y
quise cerrarlo visitando Portomarín”.
No había sepultura, pero allí era donde habían asesinado a su padre,
de modo que allá fue Darío. A acercarse a su memoria, a sentir que
estaban juntos. “Entramos en una tienda de souvenirs y,
mientras mi sobrina compraba, la propietaria me preguntó si yo era
turista. Pensé que me quería cobrar los chismes esos más caros, y
entonces le expliqué que era de Castro de Rei”, recuerda y bromea.
Por decir algo, la mujer habló de unos hombres que había visto
asesinados en el 36 que eran de aquella aldea. Habló del gabán que
vestía uno de ellos y de que los rumores decían que era alguien de
importancia. Casi sin aire, Darío recordó el gabán que le habían enviado
de regalo a su padre desde Buenos Aires y le pidió más detalles. “Quien
conoce bien esta historia es el carnicero”, añadió la señora.
Darío Rivas salió corriendo de la tienda. “Los mataron contra la
capilla de Cortapezas. Pero quien conoce bien esta historia es el viejo
que vive al lado de la iglesia”, añadió el carnicero.
Correr y correr. El viejecito confirmó no sólo la muerte sino también
que habían sido sepultados allí mismo por las familias y que él era el
chaval que los veló durante varias horas. “¿Y todavía están aquí?”,
preguntó Darío, que no podía creer que debajo de aquella tierra, de
aquellas hierbas silvestres, finalmente, 68 años después, estuviese su
padre. “Estar, sólo está su padre, porque al otro lo desenterró su
familia por la noche y se lo llevó al cementerio de la aldea”, confirmó
el señor.
Por las buenas. Siempre por las buenas, Darío Rivas pidió al cura de
Cortapezas poner una placa en memoria de su padre. No, no se puede.
Entonces pidió poner una cruz de madera, fuera de la iglesia. No,
tampoco se puede porque es tierra santa. Entonces tuvo que ser por las
malas.
Con
la documentación en mano y acompañado por la Asociación para la
Recuperación de la Memoria Histórica, el 19 de agosto de 2005, un grupo
de amigos acompañó al hijo en la exhumación. Fue lenta y desasosegante.
Pero allí estaba. Severino Rivas Barja fue sepultado con todos los
honores en el panteón familiar, en Loentia. La lápida dice: “Fue alcalde
de Castro de Rei, nacido el 13 de septiembre de 1875. Lo asesinaron en
Portomarín los falangistas el día 29 de octubre de 1936. Volvió a casa
para descansar en paz el día 19 de agosto de 2005”. Y, sobre ella, una
placa añade una petición: “Papá, descansa en paz. Te lo pide tu niño
mimado, Darío”.
La taza baila en los dedos ágiles del señor Rivas, que rechaza la
política aunque reconoce que sus acciones también lo son: “Porque
estamos luchando contra el franquismo”, dispara. El médico le recomendó
evitar las emociones y, por eso, ya no habla en público. Escribe
discursos, con una caligrafía de trazos aún escolares, y luego pide que
alguien se los lea. Sin embargo, el 30 de junio de 2011, la multitud con
la que marchó en la Ronda de la Dignidad por la Puerta del Sol
madrileña exigió escucharlo. Y él habló. “Os pido que no recordemos a
los nuestros como víctimas sino como héroes. El Gobierno de España no
busca a sus desaparecidos y muchos niños secuestrados no conocen su
verdadera identidad. Eso es una vergüenza. Es dejar vivo el antecedente
de un genocidio impune que van a pagar las generaciones futuras”.
La luz del ventilador proyecta brillo en la taza en esta noche en
Ituzaingó. “Yo no heredé nada de mi padre. Mis hermanos que quedaron
allá se repartieron las cosas entre ellos y bueno… Pero cuando volví
eché cuentas y dije: No quiero nada, sólo ésta”, termina el hijo, que ya ha dejado un legado propio a la humanidad.
Este reportaje se publicó en el nº 2 de la revista Luzes en enero de 2014
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